domingo, 14 de febrero de 2010

Meditación Arbitraria: Lo que arruinó mi vida.


“El skate arruinó mi vida”, “Skate ruined my life”, es lo que suelen —o solían decir los skaters de todas las latitudes del planeta cuando se les pregunta(ba) por su deporte favorito. Basta preguntárselo a alguno en Medellín, Guadalajara, São Paulo, Auckland, o Hermosa Beach, para constatarlo. ¿Porqué el skate “arruinó” sus vidas? ¿Los golpes en las extremidades o en la partes nobles? ¿Los glopes al bolsillo? ¿La vida académica trunca o malograda? ¿Los fracasos amorosos?.
La gente que monta skate, es decir, los que patinan, suelen considerar tres estadios evolutivos en la conciencia skate. El hecho de superar estos tres niveles ya es para considerar que el skater en cuestión es un skater de verdad. Tres diferentes niveles que ya se han vuelto proverbiales para comprobar la fidelidad y el amor por esta práctica (a veces, y cada vez más, llamada deporte), amor que sin duda supera la cuestión mediática (moda skate, “música skate”, etc) y que es en realidad el asunto más recurrente, sobretodo durante períodos de tiempo determinados por el bombardeo mediático o ciertas actitudes de rebeldía moderada que no son tan radicales para ser punkero ni tan mansas como para ser un “gomelo” normal, o como diría un muchacho de San Joaquín: un “urbano” (de esos que andan vestidos a la moda, pero con gafas y se dejan crecer el bozo y la barba y que comentan películas de cine independiente y que hacen stencils en las inofensivas paredes y muros que se ven en El Poblado. Hoy se diría Hipsters). Los tres niveles son:

1. El comienzo: cuando se adquiere por primera vez una tabla y pasan dos, tres y hasta cuatro meses sin que ningún truco toque a la puerta. Osea, un período de ineptitud, de patear, de rodar, de practicar arduamente y observar con paciencia sin obtener resultado alguno.
2. La novia: Las mujeres (en el caso de Medellín) suelen ser muy susceptibles y demandantes con los skaters: “esa tabla o yo” es lo que suelen decir. Para ellas es inevitable no decepcionarse ante la respuesta “pues, montar” cuando le preguntan a su novio sobre qué piensa hacer el viernes por la noche. Las novias presionan a los que montan skate, sobretodo cuando estos cuentan con escasos años y aún están en el colegio. Hacen que el patinador atraviese por un dilema bastante delicado que en última instancia es la dicotomía amigos/novia. Pues si se va con la novia los amigos le recriminarán: “Bobo, consumido, te mandan, no le haga caso a esa vieja”. Y si se queda montando en la encantadora noche sabatina ella le dirá: “Madure a ver mijo que usté ya está en edad de ir conmigo a ¿Sampues?, ¿Babylon? (en casos muy moderados). En fin.
3. La universidad: pienso que es el nivel más importante. ¿Por qué? Pues porque cuando uno entra la universidad está más grandecito, tiene 16 o17 años (y hasta menos en muchos casos). Sin embargo uno se engatusa por el mito aquel que dice que en la universidad las mujeres viven, como dice un tío mío, “buscando macho”. Y empiezan las tales integraciones, que estudiar en la casa de no sé cual, que conoció a no sé cual otra y que vive sola; que empezó a soplar mariguana en el “aeropuerto”; que los parciales; que los finales; que me van a echar de la universidad; que las fiestas... Vuelve la dicotomía: estudio/skate.
El que supere estas tres etapas ya se quedó skater. Ya lo superó todo, ya puede llegar a ser Ministro del Interior o embajador en Washington y seguir montando skate así sea los fines de semana. Ya se seguirá vistiendo de una forma toda la vida así le toque ponerse cachaco para ir al trabajo.
Hay otra cuestión importante y es que por ejemplo los que montan skate y pertenecen a la generación 75-85 (para el caso medellinense) vieron cómo la popularidad les dio la espalda después de un periodo de innegable esplendor. ¿Qué era ser skater? ¿Qué significaba? Yo estaba más pequeño, yo soy del 81, y el boom me tocó de los 14 a los 17, en esos tres años, lo recuerdo muy bien, los skaters tenían el mundo a sus pies. No había infraestructura como ahora, solo había dos simples skateshops: SkateHouse y Poblado Street eran los únicos lugares donde uno podía comprar cosas decentes. De repente aparecían tablas y otros accesorios en el almacén de un traqueto de El Obelisco en el segundo piso, y una que otra cosita en Repatín, ahí en la 74. De resto no había nada. Todo era difícil de conseguir. Era una proeza tener una Trasher Magazine, a no ser de que la expropiara de la biblioteca del Colombo Americano o la trajera de algún viaje, mínimo, a Bogotá, pues la compraba en una librería esa de Hacienda Santa Bárbara donde vendían revistas de la USA.
A pesar de todo eso, los skaters eran los que pegaban, los que mandaban. Las juventudes de ese entonces se enloquecían al rítmo de Pearl Jam y de Nirvana mientras ellos oían Minor Threat, Gorilla Biscuits y Pennywise. No puede olvidarse la dimensión rapera, claro está, donde Wu-Tang Clan fueron los que pavimentaron el camino.
Los skaters eran el terror en las pogotecas. Cascaban ladrones de tablas en el estadio e iban a jugar billar a Monterrey. Fue una generación muy grande, hubo mucha gente que montó. Había combos en Laureles, Belén, La Villa del Aburrá, Los Colores, Robledo, La Mota, Calasanz, Santa Mónica, San Joaquín, El Poblado, Buenos Aires. Algunos de ellos, los más veteranos, todavía hablan de aquella cosa (yo siempre la ví cerrada) que quedaba dentro del velódromo: la Liga Antioqueña de Monopatín.
Mucha gente tomó otros rumbos y le abrieron cupo a las nuevas generaciones. Hubo gente que fue reclutada por La Clicka, otros compraron patines y se volvieron "rollers" (Recuérdese que decir roller equivalía a decir skater frustrado); otros consiguieron novia y se abrieron paso en el mundo de las minitecas y de las fiestas electrónicas y de esas otras farras que se armaban en esa bomba Tiger Market que quedaba en la autopista. La mayoría de esa generación desertó y consigo se llevó uno que otro tatuaje o una que otra tendinitis en ambas rodillas.

Recuerdo que en El Diamante compraba tenis Airwalk cuando los Vans escaseaban.
Recuerdo que tomaba gaseosa en La Uva Verde y que allí también le guardaban a uno la mochila.
Recuerdo que los dueños de Skate House eran doña Marta y Don Fernando, además de su hijo Dani.
Recuerdo cuando hicieron los half pipes de Santa Lucía, Hospital y la Terminal del Sur.
Recuerdo ese fracaso que fue Límite Extremo.
Recuerdo las tablas Nubut.
Recuerdo cuando los skaters odiaban a los roller.
Recuerdo que a Unicentro no dejaban entrar con tabla, que había que echarla en una bolsa y las únicas bolsas en que cabía las regalaban en el almacén Super Kids.
Recuerdo a Los Vengadores.
Recuerdo el olor del sacol y las trabadas cuando uno pegaba la lija de la tabla. Tres hojas de lija “grano fino 80 o 60”
Recuerdo a Ronnie Bertino y a Tom Knox.
Recuerdo mi primera tabla, una World Industries "del equipo", con Flameboy destruyendo el mundo donde vivía Wet Willy.
Recuerdo la primera baranda del Estadio
Recuerdo las limonadas y el salpicón con lechera que vendía don Marcos.
Recuerdo…recuerdo…recuerdo.

No sé, yo no estoy de acuerdo con ese lugar común de “el skate arruinó mi vida”. La gente suele decirlo con mucha frecuencia. Y es muy a menudo que lo dicen, como justificando el hecho de no tener novia, que las mujeres no se fijan en los manes que montan (al contrario de hace 12 o 14 años). Como reprochándole a la patineta que no tuvieron una vida "normal" ni un trabajo de salarios grandiosos. Como si el hecho de montar fuera el contrapeso de una vida exitosa. Y no, eso no es así. O será así para el que se lo crea. Muy curioso. Ese por lo menos no ha sido mi caso. Si algún día la felicidad se me ha rozado, ese día seguro estuve montando skate.